Animales en el
recuerdo
La primera vez que
volví a Quecedo, después de muchos años sin veranear
en el campo, me llamó la atención el silencio. Yo recordaba un pueblo donde, aunque
fuera la hora tórrida de la siesta y las calles estuvieran desiertas, siempre
se oía algún mugido, rebuzno, ladrido, relincho, cacareo, maullido, gruñido,
balido… y, de vez en cuando, el magnífico y sonoro canto de un gallo.
Las piedras de las
calles y los caminos valdivielsanos puedo sentirlas
todavía bajo mis pies pequeños, que ya no lo son. Y siento el pelo o las plumas
de los animales en mis manos pequeñas, aunque estas crecieron hace ya mucho
tiempo. En uno de mis recuerdos recurrentes más antiguos (tendría yo tres o
cuatro años), vuelvo hacia nuestra casa desde la carretera, entrando al pueblo,
no por la calle principal que empieza en las casas de los maestros, sino
atajando por la chopera. Cruzo un arroyo, apoyando los piececitos en las piedras
para no mojarme, y subo corriendo por un camino flanqueado a la izquierda por
un alto muro de piedra que casi tapan las madreselvas. A la derecha baja la
agüera, escondida bajo una vegetación muy tupida de ortigas, malvas y unas
florecitas de color rosa que me encantan [1]. Al final de este camino, echado ante una
maciza puerta tachonada de clavos, bajo un gran arco de piedra, me espera el
Cuco, que pone tiesas sus orejas y gira la cabeza para mirarme, con ese jadeo y
esos gemidos que hacen los perros cuando se ponen muy contentos. Pero sigue
echado, para que yo pueda sentarme a horcajadas sobre su lomo. Me instalo
confortablemente sobre él, agarro con mis manitas su pelo duro y suave de
pastor alemán y le grito: “¡Vamos, Cuco!”. Entonces se levanta y, caminando
despacito, me lleva hasta el final de la
calle, dejándome en la esquina, sin ir más allá, porque él es un perro guardián
y no puede perder de vista la casa que custodia. Durante ese breve paseo el
Cuco es un majestuoso corcel, y yo una princesa, aunque algunos mayores digan
que él es el perrazo de los Obispos, y yo una cría que se va a ganar un
mordisco por meterle los dedos en la boca y tirarle de las orejas. No es
verdad; el Cuco es mi amigo. Y mi padre dice: “Es un perro noble, y los perros
nobles nunca atacan a los niños.”
En Quecedo
siempre tuve un perro, aunque mi familia no tuviera ninguno. Después del Cuco,
que ya era viejo cuando nos conocimos y se fue pronto al cielo de los animales
buenos, tuve otro perro que se llamaba Lobi y vivía
en la cochera de Mesio y Socorro, nuestros vecinos.
Era amarillo y muy flaco, tan flaco que daba pena verlo. En una ocasión discutí
con uno de sus dueños, creo que fue con Amador. Le dije que tenían que darle
más comida al pobre Lobi, para que engordara un poco.
“¿Dar de comer a un perro? ¿Tú estás loca? A los perros no se les da comida. La
buscan ellos por su cuenta.” Yo, con mi mentalidad de niña de la capital, no
podía entender esto. No entraba en mi cabeza de urbanita bien alimentada que Lobi tuviera que conformarse con lo que pudiera cazar y con
las cerezas que encontrara por el suelo. Tampoco entendía entonces el valor que
daban a la comida los niños que debían trabajar para que en su casa hubiera
suficiente. Para mí la única realidad era que todos los niños de mi familia
queríamos mucho a Lobi, porque era muy simpático y
nos acompañaba en nuestros juegos. En consecuencia, me parecía justo que le
diéramos a cambio parte de nuestra merienda y, para reforzar su dieta, yo le
robaba de vez en cuando a la abuela una tajada de lomo en aceite, de las que
ella guardaba en las tinajas de la despensa. Lobi era
un perro de campo, sí, pero también un gourmet, y sabía apreciar los manjares.
Ahora bien, los que de
verdad compartían mesa con nosotros eran los gatos, aquellos seres sin dueño
que poblaban los tejados. A la hora del almuerzo, unos cuantos trepaban por la
parra y entraban a la casa por la solana o por la ventana de la cocina. Eran
una alegría para todos los niños, pero sobre todo una ayuda para los más
inapetentes, que aligeraban el contenido del plato dejando que algo cayera para
los felinos. Las madres solían enfadarse y, cuando una de ellas agarraba la
escoba, los pobres animales no tenían más remedio que huir en tropel escalera
abajo. Era una manera pésima de tratar a estos invitados, que lo eran, porque a
los gatos se les facilitaba siempre la entrada a las viviendas, sobre todo a
través de las gateras, ya que realizaban a la perfección su trabajo: nunca
vimos en la casa ni una rata, ni un ratón.
Algunos animales, como
los cerdos, pollos y corderos, lo tenían mucho peor, pues eran sacrificados sin
piedad, para que luego nos chupáramos los dedos, no sin haber derramado antes
alguna lágrima si el animal nos resultaba conocido. Por ejemplo, si veíamos
crecer a los pollos desde que eran unas bolitas amarillas, y les dábamos de
comer en el pequeño corral donde los criaba el abuelo, y los sacábamos al
portal para hacerles correr, resultaba luego bastante terrible encontrarnos una
mañana con que la abuela estaba desplumando a alguno de ellos mientras
tomábamos el desayuno. Sin embargo, las gallinas, las vacas o las cabras, nos
daban alimento sin pasar por tan duro trance, y unos alimentos excelentes, por
cierto, pero las cuestiones gastronómicas será mejor abordarlas en otra
ocasión. Baste aquí con decir que todos ellos eran seres que nos acompañaban en
nuestra vida cotidiana. Desde muy pequeños nos movíamos entre las gallinas y
los cerdos que nuestra vecina, la señora Paca, sacaba a la calle. Eran estos
unos animales muy espantadizos que, cuando corríamos detrás de ellos, podían
llegar en su huida calle abajo hasta el pilón. Después costaba bastante que
subieran la larga cuesta de vuelta a su lugar de origen, sobre todo en el caso
de los cerdos, que resoplaban y gruñían haciendo un ejercicio que, por otra
parte, mejoraba sin duda la calidad de sus jamones. Con los bueyes, las vacas y
los terneros no éramos tan atrevidos. ¡Buen miedo nos daban cuando la berea regresaba al pueblo! Parecían animales salvajes. Sin
embargo, en grupitos pequeños resultaban más manejables y era una gozada
llevarlos a pacer a Santillán, o ver cómo Benita ordeñaba sus vacas, un arte
que nunca me atreví a aprender.
Los burros eran,
después de los perros, mis animales favoritos. Era habitual que los vecinos nos
invitaran a los niños a montar, cuando iban con el burro o con el carro de
vacío. Los burros eran unos animales de pelo muy suave, pero les ponían unas
albardas de arpillera que irritaban bastante la piel de los muslos. Aunque en
aquel tiempo las niñas íbamos siempre con faldas, antes de llegar a la
adolescencia podíamos montar a horcajadas. Después, lo decente era montar a la
amazona, y esto, aunque evitaba los rasponazos, resultaba complicado, porque,
sin una silla adecuada, había que ir despacio para mantener el equilibrio sobre
el lomo del animal y no resbalar. Uno de los que no tenían este problema era
Bernardo Garmilla, un primo de mi abuelo. Bernardo y
su burro eran famosos en Quecedo. Yo no llegué a
conocerles, pero en mi familia, cuando alguien andaba acelerado o hacía algo
con una prisa excesiva, se le decía “pareces el burro de Bernardo”. La historia
es la siguiente: cuando Bernardo y su burro, que eran amigos inseparables,
volvían hacia su casa al anochecer, después de realizar las tareas en el campo,
el animal trotaba a tal velocidad que la gente, al verlos pasar, exclamaba:
“¡Mira, mira cómo corre el burro de Bernardo!” Y la explicación que daban era
esta: Bernardo quería tanto a su burro, que todas las noches le preparaba para
cenar lo mismo que iba a tomar él. Y el burro atravesaba el pueblo como un
rayo, pensando en los huevos fritos con chorizo o con torreznos que le daría su
amo al llegar a casa. No sé si esta historia es del todo cierta, porque ya se
sabe lo que pasa con los bulos en los pueblos: que corren más que el burro de
Bernardo.
Y, hablando de animales
fantásticos, no puedo dejar de mencionar al Tasugo. Mi tío Valen, para fomentar
en los niños la afición al monte, nos decía siempre: “A ver, ¿quién se anima a
subir conmigo a la Tesla para buscar al Tasugo?” Ahora sé que se llama tasugos
a los tejones, pero en mi infancia el Tasugo era un animal mítico y desconocido
que nunca conseguíamos encontrar. Y aquellas expediciones no dejaban de tener
su emoción y su riesgo. Bien lo sabe mi primo Valentxu,
que hoy en día es un escalador experimentado, pero no olvida que en su tierna
infancia pasó toda una noche en la Tesla a la intemperie, tras uno de aquellos
intentos de encontrar al Tasugo. Una densa niebla repentina y traidora impidió
en aquella ocasión que mi tío Valen, gran conocedor de la Tesla y excelente
montañero, encontrara la ruta de descenso antes de que se echara la noche. Lo
más sensato en tales circunstancias era esperar a que amaneciera. Valen se
quitó hasta la camisa para abrigar a sus hijos y a otro niño que les
acompañaba, hijo de unos veraneantes franceses y muy amigo de Valentxu. Y así tuvieron que pasar la noche, apiñados unos
junto a otros, en medio de la niebla y el frío, mientras en casa nadie sabía
qué había sucedido. Cuando faltaba ya poco para el amanecer, mi abuelo y mi
padre, junto con Ángel, Mesio, Julián y otros hombres
de Quecedo, salieron dispuestos a hacer una batida
por la Tesla en busca de los desaparecidos, quedando el flanco occidental,
desde Arroyo, a cargo del primo Juanito, que acudió en ayuda con gente de
Población. Entretanto, en la casa, recuerdo a mi abuela acompañada por la
señora Felisa, quien, como buena vecina y amiga, había acudido a consolarla y
no paraba de contarnos, una tras otra, historias espeluznantes de personas que
se habían despeñado o habían desaparecido en las cuevas o habían sucumbido en
accidentes de lo más diverso. No se me ha borrado de la memoria la imagen de mi
abuela Juana derramando lagrimones sobre el tazón del desayuno, mientras la
buena señora Felisa, en su afán por encontrar una explicación para el extraño
suceso, desgranaba su repertorio de calamidades. También recuerdo el feliz
momento en que Ángel llegó corriendo por la Hoyuela, gritando: “¡Ya bajan, ya
bajan! ¡Los hemos visto!” Y por fin llegaron, ilesos, con tan solo algunos
arañazos producidos por las zarzas, y sin otra cosa que destacar, salvo el
ligero resfriado que mi tío Valen superó en un par de días. Actualmente su hijo
Valentxu reconoce que pasó una noche inolvidable en
la que veló sus armas de montañero. Yo estoy convencida de que aquella
experiencia fue decisiva para sus hazañas posteriores en otras cumbres mucho
más difíciles. Pero, por lo que a mí respecta, he de confesar que entonces,
junto con la alegría de verlos llegar sanos y salvos, sentí también que un mito
se resquebrajaba: si en toda una noche pasada en la Tesla no se les había
aparecido el Tasugo, ¿quién nos garantizaba que el legendario animal vivía
realmente en aquellos parajes?
En cualquier caso,
ahora eso ya no importa. Todos los animales reales o fantásticos que pueblan un
universo infantil, permanecen vivos para siempre en ese lugar extraño que
llamamos memoria. Y es que esos seres, cada uno a su manera, son muy
importantes, porque despiertan en los niños sensaciones, sentimientos y
emociones verdaderamente inolvidables.
[1] Ahora sé el nombre de esas flores, gracias a
Vladimir, Ana y Josu, amigos del muro de RV: son “saponarias” o “jaboneras”.
Mertxe García Garmilla